Chilo, mi marido, y yo conocimos a la Rafaela cuando era niña: usaba largas trenzas, muy negras; su cara reproducía fuentes centenarias; tenía una inteligencia que, con sólo hablar, le encendía los ojos.
Chilo, mi marido, y yo conocimos a la Rafaela cuando era niña: usaba largas trenzas, muy negras; su cara reproducía fuentes centenarias; tenía una inteligencia que, con sólo hablar, le encendía los ojos. Al revés de ella, su madre tenía un problema insuperable: no podía atender a sus siete hijos y, a la vez, al briago de Sotero. En lugar de que él procurara a la familia, ésta vivía para cuidarlo, y levantarlo del piso de las cantinas o de las banquetas donde lo “agarraba la noche”. Entonces les ofrecimos llevarnos a Rafaela a la escuela y, como tutores, procurar su formación. Sotero no lo quiso porque, dijo, esa responsabilidad es suya. No nos quedó más que aceptar su punto de vista.
De entonces para acá los hemos vuelto a ver en algunas ocasiones. Justo, antier nos encontramos con Rafa. Traía verdura para hacer algo de comer y dos cervezas para su apá, como dice ella. Pese a sus escasos 37 años, se ve vieja, abotagada y sin los dientes de enfrente; eso sí, con su linda sonrisa de siempre. Nos detuvimos a saludarla. Nos puso al tanto de su vida: Sotero sigue embriagándose, y esperan que, en cualquier momento, quede “por allí”.
Rafa tuvo una hija ‒Rosita‒ con el hombre que la abandonó en cuanto se le notó el embarazo. Meses después conoció a Otón, viudo y 35 años mayor que ella; le prometió que velaría por su hija, si Rafa se casaba con él. La muchacha dijo que la propuesta le pareció doble tabla de salvación: la libraba de su padre y, a la vez, le daba la posibilidad de cuidar a su hija. Nunca le gustó ese viejo, pero él se la ganó: entusiasmado con Rafa, le cumplía todos sus gustos, por extraños que parecieran; y, lo mejor, se comprometió de veras con Rosita: él la veía como si fuera su propia hija. Pero la naturaleza tiene sus reglas y tiempos, por lo que, al año de vivir juntos, les nació Olguita. El viejo quería a las dos niñas por igual, las procuraba y atendía al parejo. Los cuatro hacían la familia perfecta.
Pero en todo paraíso hay una serpiente. Rafa no contaba con que los cuatro hijos del anterior matrimonio de Otón, incluidas las mujeres, todos mayores que su nueva esposa, no querían a la “cuzca ésa”, como le decían a voz en cuello. Sólo le hablaba Zoila, una de las nueras, que la enteró de todo. Aseguraban que lo había engatusado con su juventud para quedarse con sus bienes, como heredera universal, cuando él muriera. Decían que quería despojarlos, aunque ellos consideraban que eran los únicos herederos legítimos. Ni siquiera conocían a las niñas, pues decían que Rosita y Olguita no eran hijas de su papá.
“Para terminar de amolarla”, seguía Rafa, en un relato sin pausas, “por esos días llegó la pandemia. También mi Otón cayó en cama. Primero dijeron los médicos que le había dado broncomonía de los pulmones, y que el médico lo tenía en el Seguro, para tener siempre sus medecinas”. Entonces dijo Zoila que tampoco a las nueras les permitieron ver al suegro, “porque, después, sufrió un ataque grave del covi, y tuvieron que encerrarlo: no se fuera a poner pior”. Contó Rafa, ya con lágrimas que le caían en surcos por los cachetes que, desde que a Otón le dio la broncomonía, no lo volvió a ver, ni supo dónde lo tenían; mucho menos cuando lo de la covi. Después le dijeron que se había muerto, y que lo tuvieron que incinerar; pero no los dejaron ver el cadáver ni supo dónde pusieron las cenizas. Lo que sí le quedó claro es que ellos se repartieron la casa del papá, el terreno de Amealco y un dinero que tenía en el banco; no le tocó nada a ella.
No se quejó ni peleó la herencia de las niñas, sobre todo para Olguita. Rafa mantenía la secreta ilusión de que, algún día, los otros hijos del marido muerto las reconocerían y aceptarían como sus hermanas, y las niñas podrían llevar una vida mejor.
Ella tuvo que regresarse a casa de sus papás. Lo único que le preocupa ahora es que las niñas vean el mal ejemplo del briago de su abuelo. Como su mamá, Rafa también trabaja para sus hijas haciendo el aseo en algunas casas y dejándole a escondidas algo de dinero a la abuela, ya muy cansada de la chinga que se ha llevado toda la vida.
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