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DURMIÓ TRIUNFANTE

Foto del escritor: Gonzalo Guajardo GonzálezGonzalo Guajardo González

Nerviosos, los perros ladraban desde su casa, pero no cruzaban el umbral a la calle. Es que, en el pueblo, todo era jolgorio.






Nerviosos, los perros ladraban desde su casa, pero no cruzaban el umbral a la calle.

Es que, en el pueblo, todo era jolgorio. Era la fiesta mayor, dedicada a la Santísima Virgen. El cura nombró a los que repartirían propaganda. En el atrio, se montó un cerco para cuetes y

palomas (no fuera a pasar lo del otro día, en Lagos, donde hubo heridos por no tener cuidado con la pólvora); ahora trajeron expertos en castillos y toritos, para no tener problemas. Los de la banda que abriría la fiesta preparaban trompetas, templaban tambora y guitarrones; con sorbos de mezcal, los cantantes se aclaraban la garganta. Algunos, atraídos de no sé dónde, y otros, del mismo barrio, bajo techos improvisados, acomodaban mesas para dulces y pan de pulque, asentaban comales para freír la salsa de los tacos; no podían faltar los pambazos, bañados en manteca hirviendo, para ponerles una milanesa, crema, lechuga y queso ranchero, dignos de paladares exigentes.

No faltaron, tampoco, los puestos que están en cada fiesta local del país, para ofrecer cubiertos o juegos de vasos, ollas y cubetas de todos los tamaños, juguetes que alimentan la curiosidad de los niños y de muchos adultos, trapos para la limpieza, plumeros, molcajetes y filtros para tener agua limpia en casa. Es espacio idóneo para encontrar las novedades más actuales del mundo. También allí se dan cita genios que, con pelotas, espadas, dardos o bolas de fuego, hacen en el aire piruetas que hipnotizan al más inteligente. No faltan los juegos mecánicos, el ratón loco, los caballitos, la carrera de costales, la pista para patineta, la rueda de la fortuna y las mesas de regalos ocultos, “donde usted se puede ganar un reloj, un muñeco de peluche o hasta un viaje de placer a Mocambo”.

En las fiestas del barrio, su auténtica alma son los chiquillos que, como cervatillos curiosos e inquietos, corren unos tras otros, se meten en lugares insospechados, se ocultan y aparecen en espacios nuevos, con llantos o gritos mantienen despierta a la concurrencia, inquietan a las mamás que no hallan al retoño que hace poco traían en brazos.

Álvaro, de siete años, es modelo para varios niños del barrio, que pretenden parecérsele: es capaz de encarar a los adultos cuando, según él, se “pasan de la raya” o quieren imponerse sobre los niños; no duda en reclamar sus derechos ni en contar a lo que aspira para cuando crezca; es decidido y parece no tenerle miedo a nada. Hoy aprovecha el ambiente de la fiesta para correr con sus amigos entre callejuelas, pisar charcos o, veloz, cruzar entre las zarzas de los baldíos. Está más desatado porque, precisamente, vino Chepina con sus papás. La invitó a salir y la mamá dio su autorización. A Álvaro le gusta mucho la niña, y sólo quiere estar con ella. Ahora, le lucirá sus dotes de líder y su audacia entre yerbas secas. Al correr entre lo más escabroso, siente un golpe en el pecho y mucho calor: se clavó en una cerca de alambres. Por los pliegues de la camisa le escurre sangre, y grita. Los amigos, incluida Chepina, se dan cuenta del problema y llaman a la mamá de Álvaro, quien, con cuidado, le saca los alambres y lo carga para su casa. Por fortuna, un enfermero atendía en la feria y le hizo las primeras curaciones; después, aseguró que no le pasó nada grave, pero que debe descansar. En la cama, el chamaco abre los ojos, y ve que la niña le agarra la mano.

Con ese triunfo, el niño deja de quejarse: Chepina lo cuidará mientras duerme.

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